Memorias de Septiembre
Anita salió de la antigua cuadra. Entonces, empecé a imaginarme a la abuela cogiendo a los gatitos y lanzándolos contra una piedra para matarlos. Tenía que actuar deprisa. No había tiempo. Quizá Anita estaba ahora mismo despertando a la abuela y diciéndoselo todo. No lo pensé más: cogí los gatitos y, como pude, los metí en un saco roto que encontré en un rincón. Sus cuerpos eran pequeños, y, aunque estaban templados, temblaban. «No entiendo cómo los puede dejar solos la gata, tan chiquititos como son. ¿Y, por qué puerta salgo ahora? Por la principal no, porque hay que atravesar toda la casa, y la abuela y el abuelo ya estarán levantados. ¡Anita es una imbécil! Ay, ya sé: por el portón del corral. Siempre está abierto, sólo tengo que empujar un poco y ya. ¡Venga, venga, Soledad, que van a llegar los mayores!». Cuando me di cuenta, estaba en la calle, y tenía frente a mí un camino que llevaba al campo. Con las primeras luces del día, me puse a caminar.
El camino era el que llevaba a la alameda. Recordé que de pequeños íbamos allí a merendar con papá y mamá, y pensé que era un buen sitio para esconder los gatitos. Estaba en pijama y zapatillas, pero eso no importaba. Era temprano. Los hombres que iban al campo salían de sus casas antes de amanecer y volvían por la tarde. No se veía a nadie a esta hora por el camino. «Los esconderé en una caseta vieja que hay en la alameda. Seguro que me castigan, pero yo no diré nada. Además, después llevaré a la gata allí, y así los podrá cuidar. Y como ya no están en la casa, no puede decir la abuela que se le llena todo de gatos y de porquería». La soledad del campo me daba valor, y caminaba deprisa, con el saco de los gatitos en brazos. La alameda estaba lejos, pero no me daba miedo andar sola tanto tiempo por los caminos. No pensaba en los locos, ni en los hombres que roban niños; por alguna razón, todos los males estaban relacionados con la noche: el Eusebio, Drácula, la Momia, los fantasmas, los incendios, los pozos negros... «Ahora la abuela debe de estar buscándome por la casa. Creerán que me he escondido con los gatitos en las cámaras, o en la cueva. La tonta de Anita tampoco pensará que estoy en el campo, y estará riéndose con esa risa suya, en silencio y con la boca cerrada, y contenta porque van a castigarme. Pero nunca encontrarán a los gatos, eso sí que no».
Hacía ya mucho sol cuando llegué a la alameda. Mis zapatillas estaban llenas de polvo rojo del camino, y me dolían los brazos de tanto sujetar el saco con los gatitos. Junto a los primeros árboles, me detuve y volví la mirada por vez primera: el pueblo se veía allá, a lo lejos, muy pequeño, rodeado de eras y campos marrones y amarillos. «Ahora estarán buscándome por el pueblo. A lo mejor piensan que estoy en casa del Pipi o de Fernando o de las niñas. Preguntarán a Iván dónde viven todos nuestros amigos, y él estará pensando en pegarme en cuanto me vea por no contarle lo de los gatitos. Mamá estará nerviosa, como cuando Guille se perdió en el parque de atracciones, y dijeron su nombre por los altavoces». Se me hizo un nudo en la garganta, y pensé en acabar cuanto antes y volver a casa. Entré en la alameda. La hierba, muy alta, estaba seca. Había cardos y otras plantas con espinas, que se enganchaban en el pijama, lo atravesaban, y me pinchaban las piernas. ¿Dónde estaba la caseta? Miraba hacia los lados, me subía en algunas piedras grandes, para ver más lejos, pero no había rastro de aquella dichosa caseta. «Pues yo me acuerdo de que era blanca, con las paredes llenas de hierbajos, casi sin techo, y por dentro olía a pis y estaba llena de bichos que daba miedo entrar... Una vez me escondí ahí cuando jugábamos al escondite Guille y yo, de pequeños».
Empecé a desesperarme. ¡Mira que si la caseta ya no estaba! ¿Dónde iba a esconder a los pobres gatos? No podía dejarlos ahí, en mitad de la alameda, entre las hierbas, y luego olvidarme de dónde estaban, y no encontrarlos nunca más. Entonces sí que podían morirse.
No sé cómo fue. Lo único que recuerdo es la tierra hundiéndosebajo mis pies, y un golpe en la cabeza, y maullidos por todas partes. Y la oscuridad. Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue una araña enorme, con el cuerpo de colores y las patas negras. Quise gritar, pero la voz retumbó en mi cabeza dolorida. Me di cuenta de que estaba en un hoyo profundo, y comprendí por qué mamá siempre decía «no vayáis solos a la alameda, que hay mucho peligro». ¿Y los gatitos? Pensé en ellos casi antes que en mí. Tenía el saco aún entre los brazos. Lo abrí, y noté que cuatro se movían y no dejaban de maullar, pero el quinto estaba quieto, y muy frío. No podía creerlo, pero era verdad: el animal estaba muerto. ¿Murió al caernos en el agujero, o ya estaba muerto en el camino? Otra vez «morirse... morirse... morirse». ¿Y si me moría yo también, allí abajo? Uno podía morirse también de día, aunque no había fantasmas, ni te perseguía Eusebio Cifuentes con el cuerno. Me puse de pie, pero no llegaba al borde. Era muy estrecho, no había de dónde agarrarse. Lo intenté una y otra vez, pero no podía. Además, la cabeza me dolía muchísimo.
Desesperación, miedo, tristeza. Me iba a quedar allí para siempre, nunca me iban a encontrar. No iba a ver más a mamá, ni a papá, ni a Guille... Las lágrimas sabían saladas y de nuevo todo se volvió oscuro.
Desperté de noche. No se veía nada. No sé cuánto tiempo pasé escuchando, por si alguien venía a rescatarme, pero me pareció una eternidad. Por fin, oí un rumor entre las hierbas de fuera. Podía ser algún animal peligroso, pero, ¿y si era el tío Jerry que venía a salvarme? Empecé a gritar:
—¡Eh! ¡Estoy aquí! ¡Sacadme!
—Hum, hum —respondió una voz, desde muy cerca, mientras los pasos se detenían.
—¡Aquí abajo, por favor! —chillé, mientras intentaba llegar al borde con los brazos extendidos.
—¿Dónde estás, criatura? ¿Has caído en uno de los hoyos? —preguntó aquella voz desconocida.
No reconocía aquella voz. Era un hombre, pero no papá, ni el tío Eugenio, ni Jerry, ni el abuelo... No me importaba. Seguramente, los ladrones de niños no tenían esa voz, y los fantasmas no preguntaban, porque sabían dónde estaba la gente y se colabanpor todas partes.
—Sí, me he caído. Sáqueme, por favor, por favor.
De repente, unas manos empezaron a tantear el borde del agujero.
—¡Sí, aquí, aquí, señor! —dije, mientras intentaba llegar a aquellas manos. Pero, de repente, recordé algo: —Coja esto primero, por favor —y le di el saco con los gatitos.
El hombre, al ver el contenido del saco comentó «criatura, ¿qué haces tú con estos gatejos?», y en seguida volvió a meter los brazos en el hoyo. Me agarró con fuerza, y sentí que subía. Respiré hondo al salir, miré la cara del hombre y la sangre se me heló en las venas: mi salvador era... ¡el Eusebio! No podía reaccionar. No podía correr, ni hablar, ni moverme, ni nada.
—Por el pueblo te andaban buscando. Coge esto y vamos.
Su cara estaba seria, pero no llevaba ningún cuerno, ni quería matarme, ni nada. Me dio el saco, me cargó en su espalda y empezó a caminar. Y así fuimos todo el camino de regreso al pueblo, a la luz de la luna, yo sin poder hablar, y él sin abrir la boca, sólo caminando, caminando, caminando. Aún hoy me pregunto cómo aquel hombre tan flaco, y ya viejo, pudo llevarme a la espalda durante dos kilómetros. Aquella noche no dejé de preguntarme por qué los niños corrían al verle, por qué le teníamos miedo, por qué decían que estaba loco, que mató a su mujer y la hizo chorizos.
Fuente: CV. Cervantes.es