Una etiqueta olvidada
Felipe Romero, en su viejo pero limpio Renault 5, entra en el aparcamiento, deja el coche en el mismo sitio de todos los días y sale a la calle. Como de costumbre, antes de entrar a trabajar en el departamento de accesorios del automóvil, compra un cupón de lotería.
Felipe cree en la suerte. Nunca le ha tocado un premio importante, sólo alguna vez mil pesetas, o quinientas. Pero él cree que algún día le va a tocar un premio gordo. A veces, por la noche, cuando está en casa viendo la televisión, sueña con viajes a países tropicales, playas blancas con chicas guapas, restaurantes con comidas muy ricas, y una terraza con vista al mar para tomar una copa. Y luego, bailar con una chica guapa; música suave, la luna que brilla en el mar…
Pero hasta ahora su sueño es sólo un sueño. La única playa que Felipe ha visto es la de Denia. Pasa las vacaciones con sus padres en el chalet de unos amigos, va a la playa y se quema, escucha a las chicas extranjeras que hablan idiomas que él no habla, prepara la comida para sus padres, y ve la televisión o toma una cerveza en el bar.Y así todos los veranos. Felipe tiene cuarenta y tres años, y su única esperanza de cambio es la lotería.
—¡Para hoy! ¡Para hoy! ¡Para hoy!
—Buenos días. Déjeme ver las terminaciones, por favor —dice Felipe.
—Señor Romero, doña Rosario quiere verle. Me dijo que ha encontrado su tarjeta.
—¿Mi tarjeta? —contesta Felipe, mirando en su cartera—. Es verdad, no la tengo. ¡Qué despiste! Gracias, Faustino.
Después mira los números y compra un cupón.
En ese momento llega Carolina, la chica del departamento de discos. Muchas veces la trae su novio Javier en su moto. Carolina, antes de entrar, habla unos momentos con Javier. Luego, se dan un beso. Felipe Romero los mira y entra rápidamente en los almacenes.
**********
—¡Adelante!
Cuando Carolina entra, Marisol Carvajal, la jefa del personal, está leyendo unos papeles. Su mesa de trabajo está llena de informes, formularios y cartas. En esta época del año hay mucho trabajo. Para la temporada de Navidad y Reyesla empresa necesita más personal. Pero ése no es el único problema que tiene Marisol. Esta mañana, después de la reunión con los jefes de departamento, José Iribarne le habló muy claro.
—Estamos gastando millones de pesetas en sistemas electrónicos de seguridad para evitar robos. Pero la técnica es sólo una parte del problema. Luego, tenemos el factor humano.
—¿Se refiere usted al personal, don José?
—Usted es psicóloga y sabe mejor que nadie a qué me refiero —contesta el señor Iribarne—. Cuidado: yo no digo que el personal sea culpable. Pero quiero una investigación completa para terminar inmediatamente con esos robos en la sección de discos.
—Siéntate, Carolina —dice Marisol—. Espérame un segundo.
Coge unas cartas, se levanta y va al despacho de la secretaria. La parte superior de la pared es de cristal y Carolina observa cómo habla con la secretaria. Mueve mucho las manos y la cabeza y de vez en cuando aparta su melena de la cara. Tiene el pelo castaño con unas mechas rubias. La luz se refleja en sus pendientes de plata. El traje que lleva es caro, eso se nota enseguida. Carolina se acuerda de que una noche de sábado, este verano , la había visto en una terraza de la Castellana. Ella iba con Javi en la moto, había un tráfico tremendo aunque era casi la una. Hacía muchísimo calor, casi 38 grados, y parecía que todo Madrid había salido. Aparcaron la moto y dieron un paseo. No podían tomar nada: en esas terrazas cobran 600 pesetas por una cerveza. Esa noche fue cuando vio a Marisol Carvajal.
Estaba sentada muy cerca de un hombre cuya cara le sonaba. Se parecía mucho a Antonio Banderas, el actor. ¿Era él? Desde luego, era guapísimo. Marisol parecía muy contenta. Pero Javi no estaba interesado en los amigos de la señorita Carvajal. Volvieron a la moto y Javi la llevó a casa. Estaba cansado, porque había trabajado toda la mañana y por la tarde había ayudado a su padre a reparar el coche.
—¿Qué tal está tu novio?
—¿Cómo?
Carolina no había oído volver a Marisol.
—¿Qué tal está Javier? ¿Le gusta su trabajo?
—Sí —dice Carolina, no muy convencida—, pero es un trabajo muy cansado.
—Claro, tiene que estar todo el día en la calle. Pero es un trabajo importante, sabes. Sin mensajeros esta ciudad no podría funcionar. Además, me parece un chico muy serio y eso es lo que necesitan las empresas, personas serias.
Silencio. Carolina se pregunta por qué la habrá llamado.
—¿Desde cuándo estás con nosotros, Carolina?
—Desde febrero.
—Tienes un contrato hasta enero, ¿verdad?
—Sí
—¿Estás a gusto aquí?
—Sí.
Otro silencio. Marisol saca un paquete de Winston del cajón de su mesa y le ofrece uno a Carolina.
—Gracias. No fumo.
—Carolina, la cuestión es la siguiente. En vuestro departamento hay bastantes casos de robo. Bueno, siempre los ha habido. Es más fácil llevarse un disco o una cinta que un sofá, ¿verdad? Y en los últimos años, con los discos compactos, la situación no ha mejorado. El nuevo sistema de protección electrónica que hemos instalado después del verano parece funcionar bastante bien, pero el caso es que siguen desapareciendo discos.
—¡Pero si yo no tengo la culpa!
—Tranquila, Carolina, tranquila. No te estoy acusando de nada.Yo lo único que quiero es solucionar cuanto antes este problema, para el bien del personal. La empresa no puede permitirse perder dinero de esta forma. La dirección ha decidido aumentar la vigilancia. Los guardias de seguridad controlarán con más frecuencia. Lo que te quiero pedir es que, si ves algo sospechoso, se lo digas a Angelines inmediatamente.
Marisol mira su reloj, apaga su cigarrillo y se levanta.
—Ah, otra cosa. Me dijo Angelines que Javier te viene a visitar, a veces, cuando trae un recado para la empresa. Tú sabes que está prohibido que nadie pase detrás de los mostradores. Por razones de seguridad, ¿comprendes?
Carolina se levanta también. Tiene un nudo en la garganta y no sabe qué decir. Marisol la acompaña hasta la puerta.
—Por favor, no lo tomes como algo personal. Aquí, cada uno tiene que hacer su trabajo lo mejor que pueda. Eso es todo.
Cuando baja al departamento de discos, Carolina siente que las lágrimas le vienen a los ojos. Está confundida. ¿Marisol sólo le quería decir eso: que cada uno tiene que hacer su trabajo? ¿Y por qué habló tanto de Javier?
Angelines está ordenando discos. Cuando ve a Carolina, le pregunta:
—¿Qué te ha dicho?
—Nada.
***********
—¡Para hoy! ¡Para hoy! ¡Para hoy!
Son las dos, pero Faustino sigue en el mismo sitio. Vende los últimos cupones a las personas que trabajan en las oficinas del barrio. Cuando se prepara para ir a casa a comer oye la moto de Javi. Sabe que viene casi todos los días a esta hora para recoger a Carolina, pero hoy los pasos de Carolina, que le espera delante de la entrada de La Española, suenan distintos, más impacientes que otros días.
—Vamos a algún sitio a tomar algo —dice Carolina.
—¿Ha pasado algo?
Luego te lo cuento.
—¿Has comprado las carpetas que necesito para clase?
—¡Las carpetas! —dice Carolina—. Perdona, cariño, es que, con la mañana que he tenido…
—Las voy a comprar ahora, después no voy a tener tiempo. Espérame aquí, ahora vengo.
Javier entra en los almacenes. Pero cuando se dirige al departamento de papelería, de repente ve que hay dos guardias de seguridad que se le acercan. El mayor, un hombre gordo y fuerte, dice:
— ¡Eh, tú, chaval! Arriba quieren hablar contigo. Ven conmigo y tranquilo, ¿eh?, si no quieres que venga la madera. ¿Comprendido?
Javier no tiene tiempo de reaccionar. El guardia le lleva directamente al despacho de Marisol Carvajal. Al poco rato, entran Felipe Romero y otro señor. Marisol Carvajal le dice:
—Siéntate, Javier. Sólo queremos hablar contigo para aclararunas cosas. ¿Conoces al señor Romero? Trabaja en el departamento de accesorios del automóvil. Y este es el contable de la empresa, el señor Cardoso.
Javier los mira. A Felipe Romero le conoce, Carolina le ha hablado bastante de él y no muy bien. Del otro sólo conocía el nombre, que viene en los formularios que hay que firmar cuando lleva algún recado para la empresa.
—Nos gustaría solucionar este problema con mucha discreción, Javier, sin intervención de Dirección ni de la policía. Eso es lo mejor para nosotros y, por supuesto, para ti.
—Pero, ¿me puede decir de qué problema me está hablando?
Se levanta el contable, se pone delante de Javier y le dice, en un tono irónico:
—¿Cómo explicas tú que desaparezcan discos de un departamento donde trabaja tu novia, y siempre los días que tú vienes a traer o recoger mensajes?
Javier no sabe qué decir ni pensar. Está triste, confundido, furioso. ¿Le están acusando de robar discos? ¿Están diciendo que Carolina y él son ladrones?
¡Yo no soy un ladrón! ¡Yo nunca he mangado nada!
Entonces, Felipe Romero dice:
—Hace un mes compraste un maletín para tu moto en mi departamento. Uno de esos maletines especiales que llevan protección por dentro para que no se puedan perforar.
Los discos los llevas en ese maletín y por eso no suena la alarma electrónica.
—¡Usted está loco! Yo vengo aquí a recoger mensajes. ¡Yo no soy un ladrón, y Carolina tampoco! ¡Me voy, y no volveré nunca más! ¡Ustedes están locos! ¿Por qué no llaman a la policía, eh?
—Eso sería lo mejor —dice Felipe Romero.
—Por favor, señor Romero —interviene el señor Cardoso—. Vamos a ver las cosas con calma. Javier, escucha.
—¡Yo no quiero ver nada con calma y no quiero escuchar a nadie! —grita Javier—. ¡Me voy!
Rosario García desde la puerta de los lavabos, ve salir corriendo a Javier del departamento de personal. Un poco más tarde sale Felipe Romero, discutiendo con el guardia jurado. Luego, Marisol Carvajal y el señor Cardoso, hablando en voz baja.
¡Por Dios! —piensa Rosario—. ¡Vaya procesión! ¿Qué habrá pasado allí?
**************
Los domingos por la mañana, el Rastro de Madrid está lleno de gente. Es difícil pasar entre los puestos. En el Rastro se vende de todo. Muebles, pájaros, estatuillas africanas, revistas antiguas, repuestos para coches, juguetes, ponchos peruanos, lámparas, ropa usada, zapatos, discos, plantas…
Javi y Carolina van casi todos los domingos al Rastro. Les gusta mirar a la gente. Pasean por las calles y escuchan a los vendedores que llevan un micrófono al cuello para tener las manos libres y así poder mostrar sus productos.
—¡Esto es increíble, señoras y señores! Por sólo cien duros, sí, me han oído bien, por sólo quinientas pesetas pueden ustedes llevarse este magnífico aparato que dejará su ropa más limpia que el agua clara. Y además, con esta compra les regalo este estupendo par de guantes. ¡Pura lana, créanme! ¡Todo por sólo cien duritos! A ver, señores, ¿quién es el primero? ¿Usted? Tenga, caballero, muchas gracias. ¡Sólo cien duros!
Carolina y Javi entran en una cafetería a tomar un café. Otra vez comentan lo que les ha pasado esta semana. Javi no ha llevado más mensajes a La Española. Felipe Romero no se ha acercado a Carolina. Marisol Carvajal tampoco le ha dicho nada. El señor Cardoso se ha puesto enfermo y no ha venido ni el viernes ni el sábado. Los guardias de seguridad pasan cada quince minutos por el departamento de discos. No se han robado más discos. Nadie ha llamado a la policía.
—No lo comprendo —dice Javi—. Si sospechan de mí, ¿por qué no llaman a la policía? Y si también sospechan de ti, ¿por qué no te denuncian, o te despiden?
No encuentran respuesta a esas preguntas.
—¡Hombre, Javi! ¿Qué tal?
Es Menchu, la profesora de latín, acompañada de su amigo.
—Hola, Menchu, ¿qué hay? Mira, ésta es Carolina.
—Hola.
Menchu y Carolina se dan dos besos.
—Oye, perdona, ¿cómo te llamas? —pregunta Javi al amigo de Menchu—. Es que el otro día no entendí bien tu nombre.
—Leo Hans. Es un nombre holandés. Pero si me quieres llamar Manolo, no me importa, ¿eh? —se ríe Leo Hans.
—Queríamos comprar una estantería para los libros —dice Menchu—, pero las que hemos visto no nos gustan.
—Nosotros siempre venimos al Rastro los domingos —comenta Carolina—. Nos gusta la música y allí abajo venden cintas muy baratas. ¿Sabías que Javi toca la guitarra?
—¿Ah sí? —dice Leo Hans—. Yo también, pero la verdad es que hace un par de años que no practico. Vamos —se ríe otra vez—, desde que fui a un concierto de Jimi Hendrix.
—Pues, de eso hace un par de años —dice Javi—, Jimi Hendrix murió en el 70. ¡Qué bestia! Tengo todos sus discos. ¿Has visto alguna vez a Eric Clapton?
Carolina paga los cafés mientras Javi y Leo Hans siguen hablando de música. Luego salen y se mezclan entre el público. Cuando llegan a los puestos donde venden música. Leo Hans pregunta a un vendedor:
—¿No tiene discos compactos?
El vendedor le mira con cierta desconfianza.
— Pues… sí, tengo algunos. ¿Qué música te interesa?
—Me interesa de todo.
El vendedor busca en unas cajas que están debajo del puesto. Saca algunos discos.
—Pasa por aquí. No quiero que los vea todo el mundo. Es una oferta muy especial, ¿sabes? Mira, éstos son los que tengo de momento. Bruce Springsteen, Dire Straits, el último de U2…
—¿Qué precio tiene el de Springsteen?
—Pues, para ti… mil doscientas.
—¿Mil doscientas? Anda, te doy mil y me das la vuelta.
—Hecho. Mil pelas.Y que conste que pierdo dinero.
Leo Hans paga. Javi le dice:
—Este disco debe de estar bien. No lo conozco.
—Yo lo he escuchado en casa de unos amigos —contesta Leo Hans—. Me gustaría hacerte una copia, pero no funciona el casete del equipo.
—Pues mira, te lo llevas, lo copias y me lo devuelves el próximo día que vayas a clase.
—¡Fenomenal! El martes te lo llevo.
Menchu y Leo Hans se despiden. Javi y Carolina vuelven a la moto, que habían dejado en una calle próxima. Los domingos, Carolina suele ir a comer a casa de Javi. Cuando llegan, lo primero que hace Javi es poner el disco. Carolina coge la tapa y saca el cuadernillo para leer los textos. Lo abre. Algo cae al suelo. Carolina lo recoge.
—¡Javi!
—¿Qué?
—¡Mira!
—¿Qué es eso?
—¡Una etiqueta de La Española!
Fuente: CV. Cervantes.es