Vuelo 505 con destino Caracas
X
Al día siguiente en el sexto derecha de la calle Velázquez número dos, en la oficina de Primera Plana, se trabaja muchísimo. La mesa de la sala de reuniones está llena de fotocopias y Carlos, Manuel, Antonio y Rosa las están leyendo.
—A las once tengo que volver al Centro de Documentación para recoger más artículos.
—¿Cómo recoger? Tienes que buscar más artículos. Buscarlos —le dice Antonio.
—No, jefe. Allí hay una chica muy mona y muy simpática. Ayer estuvimos hablando un poco, luego tomamos un café juntos... Total, que ella los va a buscar y me los dará a las once.
—Ligando en horas de trabajo... Muy bonito, Carlos. Muy bonito —le dice Rosa en broma—. Y nosotros aquí trabajando como locos.
—Tú no digas nada, que estos tres están todo el día diciéndote cosas bonitas —contesta Carlos también en broma.
—¿Bonitas? Todo el día hablando de mis piernas. ¿Eso es bonito?
—Tus piernas, sí, Rosa —le dice Manuel.
—¿Y tú cómo lo sabes? —contesta Rosa riéndose.
Rosa lleva siempre pantalones vaqueros. Pero a sus jefes les gustan más las faldas, las minifaldas. Para su santo y su cumpleaños los tres jefes le regalan faldas. Pero Rosa no se las pone.
Llega Nicolás.
—Buenos días a todos. Son las nueve y cuarto de la mañana. Un verdadero récord, ¿no?
—¿Qué tal en la embajada? Supongo que el micrófono está dentro del teléfono porque tuviste mucho tiempo para ponerlo cuando el embajador se fue —le dice Antonio.
—¿Y tú como lo sabes? Ah, claro, te lo han contado Alberto y Beatriz.
—No, no me lo han contado ellos porque todavía no han llegado.
—Y, entonces, ¿cómo lo sabes?
—Elemental, querido Nicolás, porque esta señora y yo llamamos a la embajada a las siete menos diez. Menos doce, para ser más exactos.
—¿Vosotros?
—Sí, nosotros —contesta Rosa—. Lo pensé, lo hablamos con Antonio y te llamamos.
—¡Genial! —dice Nicolás realmente asombrado—. Pues casi no lo pongo.
—¿Queeeeé?
—Estaba nerviosísimo. Pero mucho, muy nervioso. Lo intento y no puedo. Pero, luego, lo puse muy bien.
—Perdona una pregunta —dice Antonio—. ¿Funciona?
—Funciona. Y, además, tenemos una grabación muy interesante. ¿La queréis oír?
—Pues claro.
Pone la grabadora y la escuchan. Al final Manuel dice:
—Resumiendo: o la embajada está metida en el asunto del espía o esa conversación es de otro asunto secreto.
—O —dice Rosa— están buscando ellos también al espía.
—Bueno —dice Manuel— lo que hay que hacer es seguir vigilando la embajada y también seguir investigando periódicos y documentos. ¿Quién está en la embajada ahora?
—Alberto y Beatriz. A la una y media tenéis que ir Carlos y tú, Manuel. Y ahora, café para todos y a trabajar —dice Antonio poniéndose unas vitaminas en un vaso de agua.
—Voy a la cocina a buscar pomelos. ¿Alguien quiere? —dice Manuel.
—No, pero puedes traer la cafetera y unas galletas —dice Rosa intentando, por una vez, no hacer ella el café.
—A la orden, jefa mía —dice Manuel, saluda militarmente y se va a la cocina.
XI
Al mediodía están hartos de leer artículos y artículos todos bastante aburridos. Y también están hartos de no encontrar nada interesante.
—Aquí no hay nada. Hemos leído trescientos cuarenta y ocho artículos y aquí no hay nada.
—¿Trescientos cuarenta y ocho? —le pregunta Manuel a Antonio—. ¿Los has contado?
—Más o menos —contesta Antonio, y es que Antonio es así: le gusta la exactitud y por eso dice «a las siete menos doce», pero, a la vez, a veces exagera con el trabajo: no ha escrito doce hojas, sino doscientas, no ha tenido cinco llamadas, sino veinticinco.
—Un momento, muchachos —dice de repente—. ¡Lo tengo! Mirad esto. Cuando Ricardo Vázquez escribe un artículo en El País, Richard Wagner escribe otro en Diario 16. Siempre. Desde hace cinco meses.
—A ver...
—Mira, 14 de febrero: uno de Ricardo Vázquez, otro de Richard Wagner; 2 de marzo, lo mismo; 14 de abril, igual, 13 de mayo y 17 de junio, éstos son los últimos.
—¿Y eso qué significa? —pregunta Manuel.
—Tenemos que pensarlo. Pero estoy seguro de que esto significa algo. Esto no es una casualidad.
—Ricardo Vázquez es el corresponsal de El Diario de Caracas,¿verdad? —pregunta Carlos.
—Sí.
—¿Y qué interés puede tener Venezuela en espiar a España?
—No es Venezuela, Carlos; es un venezolano.
—¿Sabéis qué? —les dice Rosa— Voy a meter estos datos en el ordenador. Podemos conseguir algo, quizá.
—De acuerdo.
Un momento después entra de nuevo Rosa en el despacho donde están Manuel, Nicolás, Carlos y Antonio.
—Chicos, ¿qué os parece esto? Ricardo Vázquez firma sus artículos con una uve abreviada: «Ricardo V. Vázquez.» y Richard Wagner firma «Richard Wagner» o «R. W.», sus iniciales.
— ¿Y...?
—Pues estaba yo pensando... Ricardo V. Vázquez puede significar Ricardo uve doble, ¿no?
—Claro. ¿Cómo no nos hemos dado cuenta? Las iniciales son iguales: erre y doble uve. Genial, Rosita, eres genial.
—¿Lo has hecho tú o el ordenador? —le pregunta Manuel.
—Yo, hijo, yo. No he tenido tiempo ni de llegar a mi despacho. He cogido los papeles y por el pasillo se me ha ocurrido.
—Rosita, te vamos a subir el sueldo.
— ¡Ya era hora! —contesta Rosa riéndose.
—Carlos —dice Antonio—. Ahora mismo te vas al Centro de Documentación otra vez y buscas todos los artículos de Ricardo Vázquez, Richard Wagner y los de R.V.V. y R.W. de los últimos meses. Y no se lo dices a tu chica, esa tan mona que trabaja allí. No se lo dices a nadie. Lo haces tú sólo y, luego, te vienes para acá corriendo.
Cuando Carlos se va, Manuel les pregunta a Antonio y Nicolás:
—¿Vosotros conocéis a ese Richard Wagner?
—Yo no —contesta Nicolás.
—Y yo tampoco —dice Antonio.
—O sea, que seguramente no son dos personas, sino una: Ricardo Vázquez.
—Yo a Ricardo Vázquez tampoco lo conozco personalmente —dice Antonio—. ¿Qué sabéis de él?
—Es venezolano, tiene unos treinta años y hace seis o siete meses que empezó a trabajar para El Diario de Caracas —contesta Manuel.
—¿Algo más? ¿Posiciones políticas o ideológicas?
—Ni idea.
—¿Amigos?
—Ninguno en especial. En las ruedas de prensa y esas cosas saluda y se despide de nosotros, pero no es especialmente amigo de nadie
—dice Manuel.
—Hay que saber dos cosas: ¿para quién trabaja en realidad? Porque está claro que lo de El Diario de Caracas es una excusa. Y la segunda cosa: tenemos que buscar si en esos artículos hay alguna información en clave.
—¡Fantástico! Como en las novelas. Yo he leído todas las de John Le Carré y puedo ser de gran ayuda —contesta Manuel.
—¿Ah, sí? Pues empieza. Aquí tienes los artículos —dice Nicolás—. Yo me tengo que ir corriendo a la embajada a sustituir a Beatriz y a Alberto. ¿Beatriz tiene que venir aquí?
—Sí, ya te lo hemos dicho antes. Tiene que venir corriendo.
—De acuerdo. Hasta luego.
XII
Antonio y Manuel se quedan leyendo los artículos. Rosa está trabajando con el ordenador para intentar encontrar alguna clave secreta.
—¿Te acuerdas de las novelas de espías? Hay que buscar una frase luego un número, luego un día... —comenta Antonio a Manuel.
— Sí, pero ¿qué frase?
—Esta, por ejemplo. Mira esto, Manuel. Mira cómo empieza el artículo del 17 de junio firmado por Ricardo Vázquez.
—A ver... «La próxima semana...» —lee Manuel.
—Muy bien. Mira ahora el del 17 de junio firmado por Richard Wagner.
—Un momento. A ver. «Dentro de una semana...». Empiezan igual.
—Exacto. Vamos ahora a buscar el primer número que aparece.
—Aquí está. Dice: «veintitrés países...».
—Perfecto. Eso significa el día 23. Busca ahora en el otro, en el de Wagner.
—El primer número es «dieciocho».
—¡Dios santo! ¿Por qué no son iguales?
—Pues no lo sé. Espera un momento. Uno puede ser el día y otro puede ser la hora. Pero ¿cuál es el día y cuál es la hora?
—Muy fácil. El artículo es del día 17, ¿no? y dice: «La próxima semana», ¿no?
—Sí, eso dice.
—Bueno, pues «veintitrés» tiene que ser el día y «dieciocho», la hora —dice Antonio.
—Somos genios, compañero. Auténticos genios.
—Pero falta una cosa. O, mejor, dos cosas.
—Sí, falta saber dónde y, sobre todo, qué.
—No. Sobre todo, dónde. Encontrando el dónde, podemos saber el qué.
En ese momento entra Rosa y sólo oye «el qué».
—Hijo, Antonio, te pareces a Alberto —dice y se ríen todos.
—Rosa, casi lo tenemos. Sabemos que algo va a pasar el día veintitrés a las dieciocho horas, o sea, a las seis de la tarde, pero no sabemos dónde.
—¿Por qué no seguimos leyendo? Vamos a apuntar los lugares de los artículos.
—Aquí pone: «en esta capital».
—Bien, en Madrid. Eso es una posibilidad. Pero ¿dónde exactamente?
—En este artículo no pone ningún sitio más y en el otro, tampoco. Sólo pone nombres de pintores, políticos y escritores españoles: Goya, Velázquez y otros más.
Hay un silencio total. Ninguno de los tres dice nada. Saben el día, saben la hora, pero no saben dónde va a pasar algo muy importante.
—Voy a decir una tontería —dice Rosa—. Una tontería enorme. Velázquez y Goya son dos pintores, pero también son dos calles de Madrid, ¿no?
—¿Cómo has dicho, Rosita? ¡Dos calles! Dos calles y, además, hacen esquina.
—Muchachos, lo tenemos. El veintitrés de junio a las seis de la tarde en Velázquez esquina Goya.
Aquí, al lado de la oficina.
—¿Qué día es hoy?
—Veintidós.
—Menos mal. Es mañana. Tenemos que organizarlo todo muy bien.
—Y en la conversación de ayer en la embajada también hablaban de «pasado mañana», o sea, de mañana —recuerda Manuel.
—Mañana es el gran día para Primera Plana —dice, contentísimo, Antonio, sin saber los problemas que todavía van a tener.
XIII
El día veintitrés de junio por la mañana todo el personal de Primera Plana trabaja sin parar. Tienen que organizar muy bien el plan de acción.
Al mediodía no come nadie. No hay tiempo. Sólo han podido tomar café. No pueden equivocarse.
A las seis de la tarde todavía hace muchísimo calor en Madrid pero las calles están llenas de gente paseando y haciendo compras.
A las cinco y cuarto de la tarde Nicolás, con unas gafas de sol y un enorme periódico, se sienta en la terraza de una cafetería en la esquina de Velázquez y Goya, el lugar de la cita del espía. A las cinco y media, Carlos se sienta en un banco al lado de un quioscoen la acera de enfrente a la de Nicolás. Beatriz muy elegante, con un vestido muy adecuado para el barrio, está mirando un escaparate de una tienda de modas en la misma esquina. Y Antonio, Manuel y Alberto están dentro de un coche aparcado en doble fila a diez metros del cruce de Goya y Velázquez. A las seis menos cuarto todos están preparados. Algo tiene que pasar. Alberto está preparando sus cámaras fotográficas, Antonio tiene varios aparatos preparados para usarlos inmediatamente y Manuel tiene el coche en marcha. Quizás van a tener que seguir a las personas que van a encontrarse.
A las seis menos cinco minutos un coche negro se para justo en la esquina. Manuel lo ve.
—Es Ricardo Vázquez. El de ese coche negro es Ricardo Vázquez. Adelante.
En ese momento Antonio baja del coche. Ricardo no lo conoce y no puede sospechar. Nicolás, Carlos y Beatriz ven a Antonio y lo vigilan. Antonio se coloca detrás del coche. Enseguida empieza a salir humo.
Antonio se acerca a Ricardo Vázquez, que está dentro del coche esperando a alguien.
—Perdone —le dice Antonio a Ricardo—, está saliendo humo de su coche.
Ricardo mira atrás y ve muchísimo humo, sale del coche y va a mirar lo que pasa. En ese momento Antonio pega un micrófono al lado del asiento del conductor y se va.
Ricardo vuelve al coche, saca un spray y empieza a echar espuma. En menos de un minuto no sale más humo. Vuelve a entrar en el coche y mira el reloj. Las seis menos un minuto. Todo en orden.
Un hombre muy alto, con barba y gafas oscuras entra en el coche de Ricardo y se van hacia la plaza de Colón. Alberto ha hecho algunas fotos, pero quiere hacer más. Manuel pone el coche en marcha:
—Vamos a seguirlos.
Dentro del coche Antonio conecta la grabadora para escuchar la conversación de Ricardo Vázquez y su amigo. Se oye muy bien.
—Aquí tienes. Es el 505. Pasado mañana. Tienes que hacerlo todo antes de una semana. El 7 tienes que volver a estar aquí. O antes del 7, mejor. Puede ser peligroso.
—¿Y el dinero? —le pregunta Ricardo Vázquez.
—A la vuelta. Dentro de este libro tienes las instrucciones. Suerte.
A la altura del Café Gijón, en el paseo de Recoletos el hombre se baja y desaparece entre la gente que pasea.
—A la oficina, Manuel. Tenemos que pensar todo esto muy bien —le dice Antonio.
Dan la vuelta por Cibeles. Al fondo se ve la Puerta de Alcalá y los árboles del Retiro. En cinco minutos llegan a la oficina.
A las siete menos cuarto, todo el equipo de Primera Plana está reunido para valorar lo que ha pasado.
—Señores y señoras, hoy hemos demostrado que somos geniales —les dice a todos Antonio.
Pero tenemos que seguir demostrándolo. Y para eso tenemos que contestar a una única pregunta: —¿Qué es el 505?
—El número de un agente secreto —dice Alberto.
—O el número de una habitación de hotel —dice Carlos.
—No, Carlos, una habitación de hotel no puede ser.
—¿Por qué? —pregunta Carlos.
—Porque es la 505. La, ¿comprendes?, femenino singular.
—Puede ser una marca de coches. Peugeot, por ejemplo. Un Peugeot 505.
—Y también puede ser el número de un vuelo —dice Carlos— El vuelo 505 con destino a... ¿Adónde?
—Eso es. Un vuelo. Seguro. Porque, además, ha dicho: «Tienes que volver a estar en Madrid» —dice Antonio.
—Fantástico —dice Manuel—. Ahora tenemos que saber de qué compañía. Puede ser Iberia, Aviaco, Air France, Alitalia, Lufthansa, Cubana, Olympic... Facilísimo, ¿no?
—Un momento, un momento... Han dicho pasado mañana. Pasado mañana no puede haber tantos vuelos 505, hombre.
—¿Y cómo lo averiguamos? —pregunta Rosa—. Me parece que ya sé lo que vais a decir. Vais a decir: «Rosita llama inmediatamente a todas las compañías aéreas y pregunta...» Es eso, ¿verdad?
—No exactamente, Rosita —le contesta Antonio—. Llama al aeropuerto primero. Y, después, llama a todas las compañías y pregunta si...
—Vale, de acuerdo. Ahora mismo.
Rosa se va a su despacho y llama a información del aeropuerto.
—Información del aeropuerto de Barajas, dígame.
—Señorita, necesito saber si pasado mañana hay un vuelo con el número 505.
—¿Adónde?
—No lo sé.
—¿De qué compañía?
—Tampoco lo sé.
—Pues, si no tiene algún dato más, no podemos informarle.
—A ver, señorita —dice Rosa un poco nerviosa—, ¿cuántos vuelos con el número 505 puede haber pasado mañana?
—No lo sé.
—¿Uno, dos, tres o muchos más? —vuelve a preguntar Rosa.
—No, no pueden ser muchos.
—¿Y no puede buscar esa información, por favor?
—Lo siento, pero no puedo.
Rosa vuelve a la sala de reuniones y les informa de la situación:
—No nos pueden dar esa información.
—Una cosa: ¿qué tal si va Manuel al aeropuerto? Un chico alto, guapo y elegante... A las azafatas seguro que les gusta un hombre así, ¿no?
—Muy buena idea —dice Nicolás—. Y yo lo acompaño. A mí me gustan muchísimo las azafatas. Casi todas son guapísimas.
—A ti es que te gustan todas, Nicolás —dice Manuel—. Está bien. Nos vamos al aeropuerto. Esperadnos aquí. Dentro de una hora o una hora y media volvemos.
Beatriz y Carlos se van a leer más artículos de R. V. Vázquez y de Richard Wagner. Hay que seguir investigando. Alberto se va a revelar las fotos que ha hecho esta tarde. Y Rosa y Antonio aprovechan para hablar de los asuntos pendientes.
—Antonio, ¿te acordaste de llamar a los chicos del gabinete el otro día?
—¡Cielo santo! Ahora mismo los llamo.
XIV
Manuel y Nicolás regresan muy contentos.
—Lo hemos conseguido, chicos.
—¡Qué bien! ¿y qué ha pasado?
—La chica era guapísima, una preciosidad. Morena, muy alta, con unos ojos verdes preciosos y... —explica Nicolás.
—¿Qué ha pasado? —repite Antonio.
—Pues que el 505 es un vuelo a Caracas de Iberia. Sale pasado mañana a las ocho de la noche.
—¿Habéis preguntado si Ricardo Vázquez tiene una reserva?
—Sí.
—¿Y?
—Ricardo Vázquez no tiene una reserva. Pero la tiene Richard Wagner.
—Muy interesante —dice Antonio—. Ahora tenemos que decidir quiénes van Caracas pasado mañana.
—Ya lo hemos decidido nosotros.
—Ah, ¿sí? —dice Antonio—. ¿Y quién va?
—Alberto porque tiene que hacer las fotos —dice Manuel.
—Perfecto.
—Y tú.
—¿Yoooo? —se sorprende Antonio—. ¿Yo por qué?
—Porque Ricardo Vázquez, no te conoce. A Nicolás y a mí nos conoce bastante, pero a ti Ricardo Vázquez no te ha visto nunca.
—Perdón —dice Antonio—, me ha visto esta tarde. En su coche, para ser más exactos.
—Sí, pero sólo te ha visto un segundo. Y a nosotros nos conoce mucho.
—Yo es que a Caracas no puedo ir —protesta Antonio—. Ya sabéis que hace años que no voy en avión. No me gustan nada los aviones. Nada en absoluto. Si no os importa, voy en barco —dice bromeando.
—Lo sentimos mucho, Antonio, pero tienes que ir tú.
—¿Y no hay ninguna otra posibilidad? —pregunta.
—Ninguna —contesta Nicolás—. Además, mira esto —se saca un billete de avión del bolsillo del pantalón—. Un billete para Antonio Ascuas, en el vuelo 505 con destino a Caracas de pasado mañana. Sales a las ocho de la noche... y aquí está el billete de Alberto.
—Vamos en primera clase, ¿no? —pregunta Antonio aceptando su destino.
—¿En primera? ¡No! Vais en clase turista, como Ricardo Vázquez —contesta Manuel—. Además, no tenemos dinero para pagar billetes de primera, ya sabes.
Antonio está muy asustado. Puede hacer cualquier cosa en esta vida. Cualquier cosa menos viajar en avión. Pero es su obligación y va a soportar un viaje de más de seis horas a través del Atlántico. Así es la vida.
—Hay un pequeño problema —dice Manuel.
—¿Más problemas? —pregunta Antonio.
—Sólo uno más. Ricardo Vázquez conoce a Alberto. Lo conoce bastante.
—Sí, ¿y qué podemos hacer? Necesitamos a Alberto para las fotos.
—Mañana Alberto va a ir a la peluquería. Se va a cortar el pelo y a afeitar la barba —propone Manuel.
Alberto oye que están hablando de él y entra en el despacho.
—¿El qué? —dice como siempre.
—Alberto, pasado mañana te vas a Caracas con Antonio. Un viaje secreto. No puedes decírselo a nadie, ¿eh? —dice Nicolás.
—¡A Caracas! ¡Qué bien!
—Pero —continúa Nicolás— mañana tienes que ir a la peluquería. Te tienes que teñir el pelo.
—¿Teñir el pelo? ¿Y de qué color?
—Rubio, muy rubio. Y te tienes que afeitar la barba.
Fuente: CV.Cervantes.es